Fue Baudelaire quien recuperó el término spleen entendido como ese sentimiento de tedio, de angustia, de cansancio y de temor, una sensación que invadió al individuo en plena época de la primera revolución industrial, cuando surgen los horarios –fue una necesidad que vino con el ferrocarril– y el ser humano se cosificó al devenir una mercancía más en el marco de las nuevas relaciones económicas y sociales que se establecen con el capitalismo en ciernes.
Spleen procede del griego splēn, el bazo que, según la Grecia clásica, es donde se hallaban los humores (para los hebreos, en cambio, el bazo era el órgano de la risa). Baudelaire lo emplea para una breve pero intensa descripción emocional en su Spleen de Paris, libro que aparece tras la muerte del escritor y que es una recopilación de pequeñas piezas donde describe sobre todo la melancolía, pero también el vacío, el horror ante el paso del tiempo, ya definitivamente el tiempo de Cronos, el tiempo del reloj y de las horas, o la desesperanza.
El spleen del que habla Baudelaire es una colleja en toda regla contra la idea de progreso sin fin que domina el siglo. El crecimiento económico y social se considera inevitable y ese optimismo lo adoptan también los revolucionarios, que incorporan a la utopía futura del comunismo ese mismo concepto de progreso, esta vez sí para toda la sociedad, que en tal futuro ya será sin clases y sin la explotación humana. Baudelaire lanza contra tanta ilusión y expectativa una mirada desesperada. Es el aburrimiento lo que domina su mirar, aburrimiento que tiende a la melancolía, que no tiene que ver con lo que hoy entendemos por melancolía, sino que es más lo que conocemos por depresión.
Ni qué decir tiene que el spleen se entrelaza con el pesimismo que es una corriente sentimental que atraviesa toda la historia humana, el mundo no va a mejor, es una idea que ya se daba en la antigüedad, incluso entre los griegos, pero que de pronto parece acentuarse en la segunda mitad del siglo XX, tras la experiencia del nazismo y de los autoritarismos genocidas que son un mazazo en toda regla, a lo que se añade la impresión de que esa idea decimonónica de progreso permanente no es real, no ocurre en la realidad.
Pero el spleen no tiene que ver con las grandes doctrinas ni las experiencias colectivas, sino que se trata de una sensación individual, es el sentimiento que surge del interior del individuo en su más absoluta soledad, un horror ante el mundo, ante el tiempo, ante la fatalidad, ante la sensación de que somos incapaces de superarnos a nosotros mismos y crear otros mundos, regresar al paraíso o construir una utopía, ni siquiera podemos ya relacionarnos con los demás, con nuestros iguales. Hemos perdido el paraíso y nunca volveremos a él, ni siquiera nos podemos dar ya el gozo de la primera vez, cuando además ni siquiera concebimos que vayamos a ir a mejor.
Frente a toda esa desesperanza, se impone la necesidad de los paraísos artificiales, de los que habló también Baudelaire.
En 2009 el director de cine Alberto Rodríguez presentó su película After. En ella asistimos a una noche loca de tres amigos, Manuel, interpretado por Tristán Ulloa, Ana, interpretada
por Blanca Romero, y Julio, interpretado por Guillermo Toledo, cuarentones los tres, en principio aposentados socialmente, habitan zonas residenciales, tienen medios, todo apunta a que deberían vivir no sin plenitud y felicidad en el apogeo de sus vidas.
Pero lo que en realidad hay tras su pretendida alegría es una necesidad de huida, de escapar a su cotidianidad insatisfactoria, a no querer afrontar el vacío, el tedio, la falta de expectativas, la culpa y sobre todo un lamento por no haber aprovechado la oportunidad de ser diferentes y de haber dejado marchar a Kairós, ese dios del momento adecuado en que todo es posible y que hay que saber atrapar cuando pasa a tu lado. Viven atrapados por la rutina, por el desamor, por la frustración de un trabajo que se vuelve irritante, falto de sentido.
Buscan en la diversión galopante, en el alcohol, en la cocaína y en el sexo descontrolado ese paraíso artificial que les salve del vacío y de la angustia que hay en sus vidas, que sea al menos un sustituto de la utopía personal y colectiva que, saben, nunca van a tener. Ese recorrido por el Madrid nocturno es una repetición ritual del paseo de Baudelaire por París y en el que domina a todas luces el spleen ante la vida.
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