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El mismo año de la
muerte del Boris Vian, 1959, un jovencísimo Johnny Hallyday, con apenas 16
años, debutaba en la radio y en la televisión. Comenzaba así una larga carrera
musical en el que el cantante francés se decantaba por el rock, fue a todas
luces la rama rockera de la «chanson française», después de que quedara
fascinado por Elvis Presley tras verle en la película «I love you».
No sé si Johnny Hallyday
conocía en su debut al escritor, músico y articulista Boris Vian. Quiero creer
que sí. Ambos estaban fascinados por la cultura de los Estados Unidos, por su
música desde luego, el jazz, el rock, los espirituales negros o la música
sinfónica del periodo de entreguerras, por su cine, que es la gran aportación
norteamericana a la cultura mundial, y por su literatura, es la época de los
beatniks, protagonistas de los 50 y 60, pero también de Faulkner, de Truman
Capote, de Mailer, de Flannery O´Connor, de Salinger o de Steinbeck.
No es de extrañar: hubo
una relación intensa entre las culturas norteamericana y francesa a lo largo
del siglo XX, pero sobre todo a partir de los años cuarenta, relación que bien
podríamos calificar de ida y vuelta. Del mismo modo que en Francia fascinaba lo
norteamericano, lo francés atraía a muchos artistas de Estados Unidos. Josephine
Baker se quedó en Paris desde que arribara a Francia en 1925 mientras que gran
impacto causó en Charlie Parker la vida musical de la capital francesa, un
músico que inspiró, por cierto, uno de los mejores relatos cortos de Julio
Cortázar, «El perseguidor». Sería enorme la lista de autores y músicos de ambas
orillas fascinados por el otro lado.
Resultaría interesante
buscar lo común entre Boris Vian y Johnny Hallyday, aunque tal vez compartieran
sólo esa fascinación por lo norteamericano, por el hecho de quedar ambos muy
imbuidos de esa cultura ágil y convulsa, lo cual fue un rasgo incluso
generacional, pero puede también que hubiera una cierta influencia en el
cantante del escritor. En todo caso, fueron dos ejemplos de ese vínculo
estrecho entre ambos países. Si escuchamos atentos a Johnny Hallyday podemos
incluso sentir en ese tono suyo tan melancólico y sentimental algo muy propio
de algunos relatos literarios, musicales o cinematográficos que nos llegan de
Estados Unidos. Aunque tal vez esta sensación apenas sea una divagación mía.
Sea lo que fuere, hace
un año que murió Johnny Hallyday. Apenas es conocido fuera de la francofonía,
aunque colaboró con músicos de otros países y actuó también fuera de Francia.
En España Loquillo realizó un dueto en 2008 con el cantante francés, del que
resultó «cruzando el paraíso». En esta canción se entrevén algunos de las
referencias sempiternas de Johnny Hallyday, referencias al descenso a los
infiernos, a la sensación melancólica de pasar por la vida casi de puntillas, a
la impotencia de no poder aportar más al mundo, a una vaga impresión de pérdida
y soledad. Creo que hay mucho de esto en casi todas las canciones de Hallyday. También
en él mismo lo hay, en una figura algo hosca en su aspecto, pero también no
poco taciturna y nostálgica.
Incluso en su paso por
el cine, porque también tuvo su faceta de actor en un puñado de películas, se
nota esos rasgos. En «L´homme du train» («El hombre del tren»), de Patrice
Leconte, interpreta a un ladrón de bancos que llega a una pequeña ciudad
francesa y ante la imposibilidad de alojarse en un hostal, están todos
cerrados, acaba en la casa de un profesor de literatura jubilado, interpretado
por Jean Rochefort, con quien charla largo y tendido, más bien charla el
antiguo maestro, y se siente que ambos renunciarían sin dudarlo en absoluto a
sus vidas respectivas por encarnarse en el otro, cuya vida les parece a cada
uno de ellos mucho más interesante.
A un año de su muerte
resulta imposible no sentir una nostalgia más que notable por Johnny Hallyday.
Es un tópico: nos queda sus canciones y sus actuaciones periféricas en el cine.
Pero también su propia presencia, sus palabras, su melancolía entre sus gestos.