viernes, 10 de septiembre de 2021

Julio Cortázar (Juan A. Herdi)




Vaya por delante que me resulta difícil separar a Julio Cortázar de mi propia biografía lectora. Antes había leído a otros autores, sí, pero a todas luces mi gran entrada a la literatura fue a través de sus relatos breves, una entrada por la puerta grande. Algo me indicó entonces que su prosa rompía esquemas y miradas, en aquel momento no supe concretarlo, hubo sin duda mucho de intuición, al fin y al cabo cuando me dejaron uno de sus libros, fue «Las armas secretas» el primer libro de Julio Cortázar que leí, hubiera podido ser cualquier otro, no tenía una gran experiencia lectora, tampoco de vida, por edad era imposible, por tanto no pudo haber una reflexión o teorización literaria en aquella primera lectura, pero sí que hubo toda una revelación, intuí que algo se removía tras o con sus relatos y de pronto descubrí la literatura como algo importante y esencial para la vida, desde luego no una mera afición, sino algo más, tal vez una forma de contemplar la realidad o de recrear la existencia por medio de las palabras, algo que después estuvo siempre ahí, esa forma tan libre de leer y comprender que aportaba la obra de Cortázar. Ahora no me cabe ninguna duda de que la intuición es la mejor manera de afrontar la lectura. Quizá también la vida, mejor nos iría a todos si fuéramos más intuitivos, si no insistiéramos en limitarnos a esquemas tan estrechos y tan ajenos a nosotros mismos. O por decirlo de un modo tal vez más tópico, a encontrar nuestro lugar, a lo que la literatura contribuye bastante.

A no pocos lectores de varias generaciones les pasó lo mismo, estoy seguro. No se puede escapar a la fascinación de los cronopios o de las mancupias, de los manuales de instrucción para los gestos más cotidianos, ni de los conejos que no salen de las chisteras, sino de nuestro cuerpo para mordisquear lo cotidiano. Quiero creer que va por aquí el asunto, por ese cuestionamiento de la cotidianidad, por esa invitación a mirar el otro lado de todas las cosas, no ya sólo de los espejos, lo que conlleva asumir lo fantástico como una parte más de la realidad, inseparables ambos. Intentaban entonces imponernos, cuando comencé a leer sus libros, una visión racional de la vida. Ahora es mucho peor, me temo que hay además mucho más pobreza lingüística y cultural, mucha más banalización generalizada. A través de sus textos, por el contrario, tanto de sus relatos como de sus novelas, Julio Cortázar nos invitaba a que no hiciéramos caso a lo evidente. Es un mensaje que perdura todavía, que le demos una y mil vueltas a la realidad, en un juego infinito que convierta lo real aparente en real profundo, juego que no nos empodera de nada, qué verbo más horroroso, empoderar, sino que nos emancipa de fórmulas lingüísticas que nos oculta la vida hasta la oxidación. Ojalá le hiciéramos más caso, cabe incluso que hoy nos resulte mucho más necesario aceptar el reto que nos lanzó, nos lanza, este autor en cada uno de sus textos.

Pero además Julio Cortázar es un escritor exigente, su estilo parte de un rigor lingüístico que reclama también lectores atentos, escapando, eso sí, de lo más formal y academicista (en el peor sentido de la palabra), pero quien no lo haya leído aún no debe iniciarse en su obra con ese respeto que pudiera desprenderse de la palabra exigencia, en absoluto, hay en su prosa un fuerte componente de reto y de juego, un buen escritor sabe siempre combinar varias claves. Por eso tal vez sea bueno descubrirlo de joven, para luego volver a leerlo una y otra vez, convirtiéndose en uno de esos escritores que te acompañan siempre y que te sigue dando claves a medida que uno madura, tanto en lo literario como en la vida. Pero nunca es tarde para llegar a él. Y es fundamental para quien quiera avanzar en las lides de la escritura, toda una lección de estilo.

Julio Cortázar publicó en un momento de descubrimiento cultural latinoamericano en Europa y Estado Unidos. Incluso en España, que comparte idioma con América Latina, supuso un reencuentro formidable. A muchos nos cautivó su manera de escribir, esa magnífica combinación en su escritura. Fue además un puente entre escritores de las dos orillas, un introductor magnífico de los autores latinoamericanos en este lado, él que siempre se reclamó sobre todo latinoamericano, que hacía gala de una identidad común entre todos los países americanos, no contra nadie, sino como aportación a la cultura común de la humanidad. Además tradujo a no pocos autores, por ejemplo a Edgard Allan Poe, sus obras completas, que le encargó el escritor español Francisco Ayala, asilado primero en Argentina y luego en Puerto Rico, o a Daniel Defoe, a G. K. Chesterton o a Marguerite Yourcenar, entre otros.  

Podemos hablar mucho más de este autor argentino afincado en Europa, de su actitud ante la vida, valiente y coherente, independiente y crítico, de su correspondencia amplia y esclarecedora, de sus entrevistas, siempre aparecía en ellas pausado y con la humildad de quien convirtió la escritura en un bello oficio. Pero es su obra la mejor aportación, sus cuentos literarios y sus novelas, todos ellos artefactos construidos con la paciencia de un artesano de las palabras. 


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