sábado, 20 de agosto de 2022

Pavle, el yugoslavo-Juan A. Herdi

 


Toda patria es relativa. 

Esto lo deduje gracias a Pavel, a quien conocí en Lisboa una tarde de otoño. Él trabajaba como mozo de equipaje en el aeropuerto. Me atendió cuando fui a recoger un paquete enviado por avión. Detecté en su habla, tan pausada como cantarina, un acento angoleño bien marcado. No obstante, su rostro era claramente eslavo. Como no había nadie en el almacén, aproveché para colmar mi curiosidad. 

―¿De dónde es usted? 

Me di cuenta de inmediato que mi pregunta podía incomodar por directa y maleducada en aquel mundo lusitano tan correcto. Era la primera vez que nos veíamos, además en un contexto laboral, por lo cual estaba fuera de lugar interesarse por aspectos tan personales y quizá estereotipados. En caso de notar su fastidio, me apresuraría a aclarar que yo era español, ya se sabe que los españoles siempre faltan a la cortesía por directos. 

Sin embargo, no pareció molesto. 

―Si la patria es la infancia, soy angoleño; si la patria es el lugar donde resides y amas, soy portugués; si la patria es un pasaporte, soy yugoslavo. 

―Pero si Yugoslavia no existe –imposible no disimular mi sorpresa por la última referencia; miré un calendario colgado en la pared, a mi derecha: me confirmó que estábamos en 2022. 

―No existirá para usted. 

Del bolsillo de su chaqueta, colocada en el respaldo de una silla detrás de él, sacó un pasaporte yugoslavo. Reconocí la bandera, tres franjas azul-rojo-blanco y una estrella roja bordeada de amarillo sobre la franja central. Por lo demás, saltaba a la vista que el documento era antiguo, aunque estaba como nuevo. 

Me contó que su padre trabajó en la agencia de cooperación de la República Socialista Federal y lo destinaron a Angola.  

―Yo apenas tenía unos meses cuando viajé con ellos. 

Ahí pasó toda la vida. Volvió al país de origen tres veces, siempre de vacaciones, y hacía tiempo que no había viajado allí, nunca desde que estalló la guerra de los Balcanes con su desenlace. Hubiera podido acogerse a la nacionalidad Serbia, pero aquel país le resultaba en 2003 demasiado lejano.  

Adoptó la nacionalidad angoleña, me aclaró, y viajó a Lisboa poco después, enamorado de una portuguesa que residió un tiempo en Luanda. 

No quise preguntarle de dónde se sentía realmente. Detecté no poco orgullo por conservar aquel pasaporte que resultaba una pieza de museo, al tiempo que hablaba un portugués bastante pulcro («Minha lengua é a língua portuguesa», escribió Fernando Pessoa a través de Bernardo Soares, lo ratificó el argentino Juan Gelman al señalar que toda lengua es una patria, supe que él hablaba serbio como lengua familiar, la primera que aprendió; por otro lado, tanto Luis Cernuda como Max Aub se refirieron alguna vez a la patria imposible o perdida. Por tanto, había suficiente literatura que de algún modo legitimaba sus palabras). 

La entrada de otras personas al almacén terminó nuestra breve conversación. Asumí que el mundo era ancho y diverso. Quise creer entonces, y lo creo todavía hoy, que para bien.