viernes, 12 de mayo de 2023

Relatos de un ronquillero-La Transhumancia-Antonio Mi. Oliveros Quiroga

 




LA TRANSHUMANCIA

 

En esos tiempos los perros no se tenían como mascotas o animales de compañía, eran un miembro más de la familia, que tenían la obligación de aportar, con su trabajo el ganarse un lugar en el núcleo familiar, unos con la caza, otros cuidando el ganado, otros vigilando la casa y las pertenencias, pero siempre fiel a sus dueños, con un cariño incondicional, persuadiendo a los intrusos y defendiendo la propiedad. 

Recuerdo aquellos mastines grandes y fuertes, con su andar pausado pero imponente, con unos collares alrededor del cuello con púas afiladas, (carlingas) para enfrentarse y defender de los lobos o cualquier intruso en defensa del rebaño. 

Todos los años venían del norte y atravesaban el pueblo y estos perros tenían como misión su cuidado, con otros perros de menor talla, pero incansables en sus idas y venidas, de arriba abajo, dirigían la manada hacia donde les indicaba el pastor, parecía que les dieran cuerda, para tanta agitación, carreras y ladridos. 

Se empezaban a oír los balidos de las ovejas y el sonido de los cencerros, bastante antes de que entraran al pueblo por el “callejón de la justa” o las “cañadas” como le conocíamos por entonces al anteriormente “camino del trabuco” al pozo del Roero. 

Bajaban por la calle de “machaco” (actualmente Juan Ramón Jiménez y entonces Comandante Castejón desde el final de la guerra), pasaban por detrás de las antiguas escuelas, hacia la fuente buena, dirección la ribera de Huelva para pasar por el puente de los borbones, El Garrobo hasta llegar a las campiñas del Aljarafe. 

Este espectáculo extraordinario, se repetía todos los años al inicio del otoño y duraría una media hora más o menos, los niños seguíamos la manada y la caravana que llevaban detrás hasta trasponían más debajo de la huerta la Juana, pero los comentarios y el rastro que dejaban de cagarrutas con su olor característico, duraban varios días. 

Al inicio del buen tiempo volvían en sentido contrario, aunque algunos rebaños lo hacían por Castilblanco de los Arroyos, en dirección norte y no pasaban por nuestro pueblo. 

Detrás de la manada iba la caravana de carros con las provisiones, guiados por las mujeres o los hombres más viejos.

Para cazar aparte de una buena escopeta, eran muy importantes los perros ágiles y rápidos, galgos para el conejo o la liebre, otros más pequeños para sacar la presa de su madriguera. 

Las aves como las perdices, palomas etc. y caza mayor, ciervo o jabalí eran también habituales, aunque los dueños de las fincas y cotos, eran quienes los cazaban como diversión y si cogían a algún furtivo cazando para poder comer, la guardia civil se lo hacía pagar caro. 

Fueron unos años donde la opresión ejercida sobre los pobres obreros del campo era brutal, los caciques y terratenientes contrataban a los que le profesaban total pleitesía, abusando de ellos cuanto querían, muchas veces por la comida y un mísero salario. 

Muchas familias solo tenían como medio de vida la caza, que luego vendían por los bares, restaurantes y comercios del pueblo, para poder cubrir las necesidades de la casa, muchas veces en furtivas cacerías que organizaban, a la chita callando, otras con la colaboración, de algún empleado de las grandes fincas aisladas, pero siempre con el miedo de ser denunciado o descubiertos por la guardia civil, que de ser así se quedarían sin el arma, con la multa y muchas veces lo que era peor, la cárcel. 

La caza de conejos, liebres, perdices, palomas y caza mayor como, ciervo o jabalí eran recursos habituales, no eran de propiedad exclusiva, pero como libres que eran había que cazarlos y buscarlos, entrando en las fincas donde estaban, no era delito el hacerlo. 

Era delito el entrar sin permiso en los cotos o propiedades privadas y de eso se servían los terratenientes que ostentaban el poder, para oprimir, humillar y abusar del que pillaran, en sus tierras practicando, cualquier actividad de estas. 

A veces ocurría que los mismos empleados de las fincas, eran los denunciantes si no entregaban a ellos parte de lo obtenido en la caza.

 

Buscar espárragos, gurumelos o solo por saltar la pared se podrían encontrar, con la punta de la pica de un vaquero, o debajo del caballo del capataz de la finca, e incluso llevarse una paliza.

 

El que se negaba o no colaboraba en las denuncias a los posibles “rebeldes”, era víctima de amenazas contra sus familiares. 

 

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